julio 06, 2008

Un día para recordar


Esta historia se inicia un día lunes, día que para muchos puede ser el más pesado, el más tedioso… pero que para esta humilde servidora es símbolo de los mejores carretes de la semana. Y creo que en gran medida es porque mientras todo el mundo está quejándose de que es lunes: el comienzo de las desgracias que implican las responsabilidades (léase trabajo), yo prefiero sacudirme lo negativo, sonreír y disfrutar de la vida.
Como se trataba de un día lunes y como desde un tiempo a esta parte es habitual, me contacté con mi compañero de juerga (en adelante E.) para que planifiquemos la hora de salida, había terminado esta noble tarea cuando recibo un mensaje poco agradable… un amigo de la Valdivia había muerto.
Bastante consternada por la noticia salí a caminar para tratar de ordenar mis pensamientos o entender mis sentimientos (que cuando a la muerte se refieren son siempre contradictorios)… al rato de deambular noté que sola no solucionaba mucho y tan solo aumentaba mi tristeza, así que llame a E.
Él acudió en mi auxilio, y contrario a lo que ustedes esperan que diga eso de: “la muerte es algo natural, es parte de la vida, le llegó su hora, no podemos hacer nada, lo siento, entiendo tu dolor, etc.”, sus palabras fueron: “las penas se pasan con alcohol”.

Llegamos al antro de siempre (ese donde nos conocen, donde tenemos cuenta y podemos cambiar la música a nuestro arbitrio, el mismo donde están a punto de poner una placa con nuestros nombres – justo al lado de nuestra mesa)
Además del personal, sólo habían 3 parroquianos. Como es habitual (en día lunes) nos tomamos el lugar (literal y metafóricamente hablando), la música cambió… ahora se escucha una selección de temas-iconos de Lhasa de Sela, Edith Piaff, Bajo Fondo, Bossa Nova, Chico Trujillo, Ramstein y Bjork… ahhhh y claro, lo que no podía faltar: Salsa!!
Sí, porque luego de varios tequilas a lo mero macho, cervezas coronas y vodkas con tónica, la tristeza se había esfumado, el recuerdo seguía, pero era un recuerdo alegre (que es como debe ser ¿no?)
E. y yo nos lanzamos al plató a bailar salsa, y esa es una de las mejores razones para carretear un día lunes, al haber menos público tienes más opciones de “tomarte” el lugar.
Bailamos, bailamos, bailamos, y cuando nos cansamos de hacer giros y pasos rebuscados, pedimos que cambien la música y continuamos con la tertulia.

Fue una noche de aquellas, conversamos de cosas serias y absurdas, cantamos, bailamos (ya lo dije), reímos y compartimos nuestra mesa con algunas personas que llegaron hasta ese local.
Todo iba de maravillas, pero para dos adictos a la eterna diversión faltaba algo… eso que transformaría una noche de carrete cualquiera en una noche de carrete para recordar.
A que no imaginan qué se nos ocurrió… ir al mar, sí tal y como lo leen. Queríamos ir al océano, pero quedaba muy lejos (1 hora de viaje) por lo que optamos por ir a un sector distante media hora al sur de nuestra ciudad y bañarnos en el mar interior. (Por si no les conté vivo en una isla llamada Chiloé.)
Luego de algunas dificultades con los caminos rurales llegamos a la playa, y gracias a que E. es acreedor de un 4x4 de lujo, llegamos hasta la orilla sin problemas, subimos el volumen de la radio y nos sumergimos en las heladas aguas chilotas.
Ahí estábamos: flotando en la tranquilidad del mar, viendo como los primeros rayos del sol aparecían por el horizonte, escuchando bossa nova de fondo, con cisnes de cuello negro paseando a nuestro alrededor… díganme ¿qué más se puede pedir?

Simplemente, un carrete inolvidable. Hasta ahí ya lo era… pero lo es aun más, ahora se enterarán por qué. Cuando quisimos salir del agua – pues nos estaba dando hipotermia- la marea había bajado mucho y fue tanta la desesperación por llegar al jeep que no encontramos el camino correcto para llegar hasta él y pisamos cuanto molusco había, resultado: nos herimos los pies.
Llegamos de regreso a la ciudad cuando todas las personas “de bien” se dirigían a sus trabajos, nosotros a medio vestirnos y sintiéndonos muy orgullosos de tal proeza. Aunque no sé si llamarlo orgullo, pero es una especie de alegría y tranquilidad, como esa que se siente al haber cumplido con los deberes.

Para una persona como yo, que le tiene fobia a la rutina, es casi una necesidad realizar actos “descabellados” cada cierto tiempo, me gusta no reprimirme y llevar a cabo las ocurrencias que, valga la redundancia, se me ocurren. Lo mejor de todo es que no por este tipo de comportamiento (y aquí incluyo a E.) dejamos de ser personas respetables y responsables.

Ya para concluir (de seguro se aburren de leer, porque claro, tendrían que vivirlo para saber qué se siente estar ahí)…

Entré a casa a hurtadillas, me despojé de mi ropa mojada y me metí en la cama… no pude dormir, la jornada anterior había sido muy emocionante. Un par de horas más tarde, cuando ya era una hora razonable para levantarse (11 am) grande fue mi sorpresa al ver y darme cuenta que las heridas de mis pies eran realmente grandes y dolían mucho. Casi no podía caminar, llamé a E. para saber cómo estaba y que creen… estaba en las mismas que yo. Durante dos días no pudimos caminar en forma normal.

Desde este episodio que acabo de relatar han pasado 3 meses y aun me queda una pequeña cicatriz en el pie izquierdo. Al verla, no puedo sino sentirme orgullosa, no por mi adicción al carrete, sino por que representa mi leit motiv: el sentirme libre.

En el Norte del Sur

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